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HAGÁMONOS UNA GRAN PREGUNTA:¿QUÉ ES SER UNA BUENA O MALA MADRE?

POR ANDREA SANHUEZA

28 de mayo de 2025

Partamos desde lo esencial. La relación con la maternidad deja huellas profundas en la vida de cualquier persona. El comienzo de la vida es frágil, vulnerable, y el proceso de crecimiento de los hijos tiene exigencias muy particulares en cada etapa. La enorme dependencia de los niños en sus primeros años pone sobre la madre una carga física, emocional y psicológica altísima.

Pero ¿cómo podemos mirar este rol con más realismo? Para poder maternar de verdad, primero tenemos que reconocer que antes de ser madre, somos persona y somos mujer. Esa identidad más amplia —la de persona, mujer, madre— es clave para entender cómo cada una se enfrenta a la crianza. Cada madre materna desde su historia única, desde sus experiencias, sus heridas, sus capacidades y también sus límites. No es una figura mágica ni una superheroína. Es un ser humano real, con luces y sombras, que hace lo mejor que puede con lo que tiene, desde el lugar emocional, cognitivo y afectivo en el que se encuentra.

El vínculo con los hijos se va construyendo de manera muy intuitiva, y muchas veces también muy solitaria. Ese proceso deja huellas en los niños: fortalezas, carencias, y también salud mental o sus dificultades. No podemos negar que los desafíos psicológicos de una madre también impactan. Pero es importante entender que los hijos no son simplemente receptores pasivos de lo que ocurre a su alrededor. Muchos desarrollan capacidades internas que les permiten adaptarse y salir adelante, como la resiliencia, esa fuerza interna que les ayuda a enfrentar la adversidad. Además, no todo recae únicamente en la figura materna. A lo largo de la vida, los hijos también pueden encontrarse con otras personas —abuelos, tías, amigos, profesores, terapeutas— que juegan un rol clave: que los contienen, los escuchan, los aman y los guían. Estos vínculos pueden marcar una diferencia enorme. Es decir, aunque la maternidad no sea perfecta —porque ninguna lo es— los hijos no están completamente indefensos. Tienen recursos propios y muchas veces también una red que los protege y los sostiene.

La cultura ha idealizado tanto la maternidad que parece que, al ser madre, una mujer debería tener automáticamente paciencia infinita, sabiduría, entrega, habilidades múltiples, y una capacidad de amar sin medida. Pero eso no es real. No todas llegamos con ese “kit perfecto” para maternar. Somos seres humanos, con nuestras luces y sombras, y también nos enfrentamos a emociones complejas, contradicciones y demandas múltiples.

Esa idea cultural de que la madre siempre debe ser buena, abnegada, perfecta, hace que muchas vivamos con culpa, tratando de encajar en un modelo inalcanzable. Nos cuesta aceptar y validar nuestras emociones más humanas, más reales.

Por eso creo que nuestra tarea es mirar el rol materno sin filtros idealizados, con los pies en la tierra. Comprenderlo desde lo que realmente es: un vínculo fundamental, sí, pero también profundamente humano. Sin exigencias imposibles, sin deber ser impuestos, sino desde la autenticidad de quienes somos y lo mejor que podemos dar.

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